Wednesday, May 17, 2006

URBANO, DEMASIADO URBANO

Esa noche no era distinta de tantas otras noches. Me paseaba borracho durante el día y en la noche llegaba, invisible, como siempre, a casa. Abría la puerta que daba a la calle y metía la cabeza para ver si alguien podía descubrirme, pero no, era invisible. También era invisible el resto de la familia. Mis padres se sentaban uno frente al otro, con los ojos abiertos y mirando a ninguna parte. Los ojos invisibles son ciegos, a su vez, si no pueden verte, ¿qué sentido tiene ver a los demás?

Una de esas noches discutí con la única persona que podía verme, y con quien solía pasar casi todo el tiempo. Era una chica invisible, hija de una mujer invisible que sólo tenía ojos para un señor que nunca me importó demasiado, y que esperaba dejar a su familia invisible para irse con una horrible mujer, pero visible finalmente.

Hiedes a alcohol, ¿o es el olor a la anestesia el que emana de ti?

Yo olía a cinco litros de cerveza y una o dos botellas de pisco, el tequila quedó en la mochila de un compañero de curso que insistió en que debían llevarme a un centro de atención médica, tenían que curarme la cara, yo había curado el resto.

¡Claro que era anestesia! El dolor de la invisibilidad es notorio, éramos todos invisibles y yo era el único que se anestesiaba, podíamos decir que era hasta afortunado.

Definitivamente la ciudad nos anestesia, nos adormece, nos urbaniza, nos pone filtros y desagües, nos llena la cabeza de humo, nos mantiene despiertos de noche, nos invisibiliza, nos hace viajar demasiado, siendo que somos una ciudad pequeña, un país pequeño. Todo se mueve, todo circula. Que ciudad más giratoria. Quizá de ahí la afición de consumir bebidas que hacen dar todo vueltas, vueltas y vueltas. Un joven que conocí en un mal trabajo decía que Valparaíso era una ciudad borracha, que hasta las calles eran ondulantes y borrachas, esta otra ciudad es anestésica, te mantiene adormecido, y te obliga a no ver, pues circula y corre en círculos, vertiginosamente hasta el mareo.

En ese sentido, la invisibilidad quizá tenga que ver con el estar girando y girando, o quizá venga del hecho de pulular, tantos y tantos personajes similares termina por adormecer, así mismo el hecho de rotarlos. Yo alcancé a rotar una buena dosis de chicas lindas antes de volverme visible. Pero eso, es otra historia. Lo que importa es que una, tras otra, tras otra, varias juntas, turnos y rotación, pueden haberme vuelto los ojos ciegos, la piel insensible, y a mí mismo un invisible. No es difícil, ciego e invisible, en una ciudad de vértigo y costumbres anestésicas.

Lo importante, después de todo, es que esa noche hedía, el vapor de alcoholes emanando desde mí me adormecía el corazón. Por eso no me importaba que me dijeran lo que fuera. La chica se fue llorando y no me importó. Sólo podría volverse invisible años después, cuando vino a mí, sin importarle nada, caminando como gata, pretendiendo que dejara todo y saliera corriendo tras de ella. Sabiendo que dejé de girar, sabiendo que ya no necesito anestesia, pero eso también es otra historia. El efecto de girar y rotarlo todo deja este efecto en la cabeza, es el residuo del vértigo, dejándonos tangenciales, en cierta medida.
Si bien es cierto esa noche no era distinta de otras tantas, algo se fracturó además de mi cara, no era la primera vez que chocaba de frente con la ciudad. Este fue un choque de gran vértigo, a una gran velocidad. Quizá caía libremente, anestesiado por el frío y el vértigo de la circularidad de la mancha entre los cerros que la ciudad es. Una mancha sucia. No era raro que quisiera un golpe seco que acabase con la caída, una gran bofetada, que si no me despertara, me adormeciera definitivamente. El hedor de la ciudad no alcanzaba a envenarme, sólo era un vertigo, un mareo, un asco, una nausea anestésica. No en vano llaman a esta ciudad “asco”. Los niños de montaña nos llaman así, pues nos ven como una mancha de hollín entre el blanco de sus montañas. Un punto negro, un agujero entre medio de la blanca paz de la cordillera, donde viven los gigantes.

Algo se fracturó en mí, algo remeció al joven invisible. Después de todo era invisible, pero no invulnerable. Era insensato, pero no insensible, era un idiota pero no un mentecaptus. Sólo era invisible. Una persona que salió de quizá donde, un personaje eventual, no un enemigo clásico, noble e invencible como los de antaño, si no que un miserable cualquiera dentro de la ciudad vertiginosa y borrachona, premunido de un poste de madera, de mi borrachera y de mis ganas de no golpearle, me dio un golpe formidable en el mentón, abriendo la piel hasta los huesos. Para luego huir con una expresión de pánico, no es cosa de todos los días desatar al demonio detrás del ángel.

Al lado mío, un borracho de 2 metros, vociferando y tomándose la cara, ¿y las patás? ¿y los combos? ¿cómo no le pegaste como le pegas a quien quieres? Yo tampoco sabía como un tipo de la calle pudo llegar a dejar esa marca en mi cara. Culpaba al alcohol, pero no fue así, el alcohol nunca había nublado mi capacidad de machucar pendencieros. Creo que de alguna manera quería volver de la anestesia, cortar, romper esa vida de hombre vertiginoso e invisible. Quizá buscaba un castigo. Nunca sabré qué buscaba.

Lo interesante es que obtuve una cicatriz nueva. Una más en un rostro surcado por cicatrices. Pero esta cicatriz era diferente. Era una cicatriz nueva en un rostro invisible surcado por cicatrices, pero esta hacía a mi cara un dejo más visible. Esta cicatriz se podía ver incluso en mi cuerpo cansado e invisible. Volviéndome una cicatriz ambulante, un fantasma cortado en dos. Una marca, un sello, una sutura.

Anclado a la vida cotidiana, necesitaba una sutura que me hiciera visible, eso era mi cicatriz, una sutura que me hacía visible, llevándome de golpe a la vida de un hombre serio, sin chicas invisibles, sin anestesia. Sólo y la marca necesaria para dejar de darse cabezazos contra el muro.


060206